domingo, 28 de agosto de 2016

El delito y la pena: un acercamiento desde la teoría anarquista


1. Introducción
Uno de los debates más controvertidos de la teoría jurídica clásica y de la moderna es el de la entidad del delito y de la naturaleza de la pena. Definir lo que se entiende por delito y manifestar cuál es el carácter de la pena es una cuestión que va de la mano de la concepción misma del Estado. Es así que, mientras la tradición liberal clásica entiende al orden jurídico punitivo en consonancia con la existencia de un Estado funcional al mantenimiento de cierto “orden” social, la tradición anarquista concebirá a la normativa coercitiva del derecho penal como una de las manifestaciones más nefastas del Estado y destinada a desaparecer con él.

Más aún, para los anarquistas el ordenamiento penal no hace otra cosa que incorporar a la vida social una instancia de ruptura de la dignidad humana y des-solidarización mayor. La represión policial y judicial genera en la sociedad males mayores que los causados por el delito, y es a causa de sus efectos, generadora de grandes injusticias y de opresión 1.

 En lo que sigue, se pretende explorar, sin pretensiones de agotarlas, algunas de las ideas centrales de ciertos exponentes de la llamada teoría anarquista en relación con la entidad de las figuras jurídicas del delito y de la pena. Se buscará abarcar lo que podría ser una descripción crítica de los sistemas penales modernos, y en especial de la prisión. En relación con la teoría anarquista, este trabajo se centrará principalmente en la visión de Piotr Kropotkin, quien describiera, en su texto Las prisiones, hacia fines del siglo xix, el sistema penitenciario europeo, especialmente la prisión francesa de Clairvaux. Sobre este último punto serán de oportuna inclusión y comparación algunas de las ideas descriptas en el siglo xx por el francés Michel Foucault al referirse al sistema penal moderno en su obra Vigilar y castigar de 1975. 

2. El delito
“…Todos los ilegalismos que el tribunal codifica como infracciones, el acusado los reformuló como la afirmación de una fuerza viva: la ausencia de hábitat como vagabundeo, la ausencia de amo como autonomía, la ausencia de empleo del tiempo como plenitud de los días y de las noches”2 . 

Hablar de delito implica hablar antes de ley. No hay delito sin ley previa que haya sido quebrantada, ley emanada de un Estado que se defi ne por el monopolio de la coerción que le permite imponer un orden jurídico determinado. En esta línea, una de las cuestiones que más ha interesado a la literatura jurídica, especialmente a sus vertientes sociológicas, ha sido la cuestión de los motivos que llevan al hombre a delinquir. Muchas –y de las más variadas implicancias– han sido las respuestas. 

Desde el anarquismo, y en consonancia con los postulados generales básicos de su concepción sobre la propiedad y el Estado, se ha dado una respuesta muy contundente sobre el origen de la delincuencia. Las causas del delito no las debemos buscar en el individuo que comete un delito sino en la sociedad. Es la sociedad y su sistema capitalista y excluyente el que genera el quiebre social necesario para que alguien delinca. La mayoría de los delitos está constituida por delitos contra la propiedad; en una sociedad anarquista, donde la propiedad privada no existiera, tampoco existiría ese tipo de delitos. Siendo para el anarquismo que el hombre es resultado del medio en el que crece3 , sólo cambiando a este último es que el delito puede ser prevenido. Esta última afi rmación pretende acabar con las posturas conservadoras que prefi eren encontrar las causas del delito en cualquier otro lado. Una de las más conocidas es la teoría positivista del italiano Ezechia Marco Lombroso (más conocido como Cesare Lombroso), que cree ver las causas de la criminalidad en la conformación física de los individuos 4. Piotr Kropotkin, en Las prisiones, lo critica cuando aquél afi rma que la sociedad debe tomar medidas frente a quienes presentan los “signos físicos” de la delincuencia. Es posible –dirá– que las enfermedades favorezcan la tendencia hacia el crimen, pero de ninguna manera podemos inferir de ello que sean la causa de los mismos: “La sociedad no tiene ningún derecho que le permita exterminar a los que cuentan con un cerebro enfermo ni reducir a prisión a los que tengan los brazos algo más largos de lo ordinario”5.

De esta manera, las causas fisiológicas, si bien podrían llegar a contribuir, no pueden ser causa determinante de los hechos de quien delinque. No son causa de criminalidad. La causa la encontramos en el seno mismo de la sociedad, en la lógica competitiva que premia a los que han salido airosos de ese enfrentamiento social 6 . Desde una versión libertaria, podemos decir que el quiebre en la solidaridad social, que provoca una reacción anómica en gran parte de los marginados sociales, es producto puro del individualismo propietario característico de la sociedad moderna. El crimen es fruto de una determinada relación de clases, no es algo inherente a la condición humana. Tampoco puede escapar a la razón –no sólo anarquista– que la mayor parte de los delincuentes provengan de un determinado sector social: 

“…El crimen no es una virtualidad que el interés o las pasiones hayan inscripto en el corazón de todos los hombres, sino la obra casi exclusiva de determinada clase social; que los criminales, que en otro tiempo se encontraban en todas las clases sociales, salen ahora casi todos, de la última fila del orden social”7 . 

Podríamos preguntarnos acaso si la opulencia exuberante que convive con la pobreza de manera cotidiana en nuestras ciudades no es causa suficientemente generadora de la violencia y quebrantamiento social. Kropotkin lo explica de manera muy gráfica cuando dice: 
“De año en año millares de niños crecen en la suciedad moral y material de nuestras ciudades, entre una población desmoralizada por la vida al día, frente a podredumbres y holganza, junto a la lujuria que inunda nuestras grandes poblaciones. No saben lo que es la casa paterna: su casa es hoy una covacha, la calle mañana. Entran en la vida sin conocer un empleo razonable de sus juveniles fuerzas. El hijo del salvaje aprende a cazar al lado de su padre; su hija aprende a mantener en orden la mísera cabaña. Nada de esto hay para el hijo del proletario que vive en el arroyo. Por la mañana el padre y la madre salen de la covacha en busca de trabajo. El niño queda en la calle; no aprende ningún ofi cio, y si va a la escuela, en ella no le enseñan nada útil. No está mal que los que habitan en buenas casas, en palacios, griten contra la embriaguez. Mas yo les diría: Si vuestros hijos, señores, crecieran en las circunstancias que rodean al hijo del pobre, ¡cuántos de ellos no sabrían salir de la taberna!”8 .

Lo asombroso sería entonces que no existiera una cantidad mayor aún de crímenes en estas condiciones de inequidad. Desde este punto de vista, no debemos sorprendernos del crecimiento de la criminalidad sino asombrarnos de que aún queden visos de humanidad entre nosotros 9 . 


No hay comentarios:

Publicar un comentario