viernes, 14 de agosto de 2015

PAZ, ARTE Y UTOPÍA

Por Iván Darío Álvarez

Intervención en el eje tres de la II Cumbre Mundial de la Poesía por la paz y la Reconciliación en Colombia

“un mapamundi que no incluya utopía ni siquiera merece un vistazo.

Oscar Wilde.

He llegado a pensar que al abrazar el bello oficio de los títeres, he escogido una opción de paz. En vez de ser actor, o animar un muñeco, o un objeto escénico, hubiese podido empuñar un arma. Digo esto, porque en mi juventud, en el albor de los años setentas, las ansias de liberación colectiva pasaban por considerar, que en este país urgía una transformación social radical.

Todo parecía indicar que bajo la tutela rapaz del imperio, o las enquistadas clases privilegiadas que gobernaban nuestro común destino, la posibilidad de una vida más digna y justa, jamás llegarían. Por tanto, había que sumarse y juntarse a los de abajo, porque solo desde allí creíamos que surgiría ese coro libertario, capaz de hacer reventar para siempre los grillos de varios siglos de opresión. Solo faltaban que maduraran las condiciones tanto objetivas, como subjetivas, para que ese viejo mundo, más pronto que tarde, se derrumbará y diera lugar a una etapa luminosa, para que a partir de allí emergiera ese hombre nuevo, cuya mayor encarnación de ese mito en América Latina, se volvió visible y trashumante, gracias a seres utópicos como el Che. Muchos entusiastas creíamos en ese entonces, que la revolución estaba a la vuelta de la esquina. Hoy más bien comprobamos con triste ironía, que la más repulsiva y dogmatica reacción, puede estar viviendo a sus anchas, al frente o al lado mismo de nuestra casa.

Fue doloroso ver pasar las hojas del calendario y las páginas trágicas de nuestra historia, para observar que la violencia opresora no se acaba con la violencia libertadora de los llamados alzados en armas, sino que a su vez y a nuestro pesar, engendraba nuevos monstruos, con más víctimas y más verdugos, tan difíciles hoy día de conjurar o desterrar. O igual ver que la sangre derramada, solo servía para acrecentar el noble árbol de la memoria que se sembró hace tantas décadas, en el inmenso jardín de tantos héroes muertos.

Es cierto que los que sobrevivimos al desamparo de tan descomunal horror, estamos más viejos. Y sin embargo, ante el desencanto generacional o las idealizadas causas perdidas, o las caídas de tantos falsos y presidiarios muros, no nos desmuralizamos. Quiero decir, que no renunciamos a dejar claudicar o enterrar la imaginación social o política. En ese transcurrir de las luchas emancipadoras, nuestra utopía no se armo como la de otros, pero se volvió arte y poesía gracias al embrujo de los títeres. Y en medio de la guerra, sus espantos e indolencias, nos auto convencimos que los títeres son la poesía, aunque no siempre todo titiritero sea buen poeta.

Los títeres en nuestro país siguen siendo marginales, pero nosotros desde el agitar de las alas transparentes de una efímera “Libélula dorada,” continuamos creyendo que como parte del intemporal deseo de soñar que nos inspira nuestro oficio, y por ser parte vital del desarrollo de la cultura, pueden llegar a convertirse en un deseo al servicio de las mayorías, no solo de los niños, porque el deseo de imaginar no es exclusivo de los infantes. En ese sentido urge desamordazar a ese niño que todos los adultos llevamos amodardazado por dentro.

Los títeres como criaturas sublimes de la fantasía, le abren con su guiño de guiñoles, un espacio de libertad a todos los seres humanos. Desde vieja data los titiriteros le han rendido culto a las musas libertarias que siempre han enriquecido la vida, impidiendo con su canto, momificarla en los altares pétreos de la uniformidad.

Nuestro arte es pues una exploración de la libertad y la libertad es ese ojo visionario capaz de indagar lo desconocido. Gracias a esa frágil convicción de fogoneros y profesionales de la ilusión, que convertimos en terquedad y fuerza ética, alimentamos obras, que dan fe de un anhelo irreductible, como es por ejemplo “El dulce encanto de la isla Acracia.”

Acracia en nuestro imaginario es parte de ese secreto utópico que hemos transmitido a varias generaciones de espectadores, es una Arcadia de la paz que ahora vive en su memoria, es el territorio libre de la imaginación, que por fortuna no tiene tan siquiera un lugar en la cartografía autoritaria que todavía tiene dividido en naciones al mundo. Pero sabemos que para llegar allí, aunque tengamos que remar mucho, no hay que tener pasaporte, ni atravesar aduanas de policías, basta con tener una actitud no dominante en todos los ámbitos de la vida cotidiana. Acracia no tiene vocación de patria, por eso no tiene fronteras, ni tiene amos, ni dioses, ni dinero, ni grandes personalidades, ni mucho menos patriarcas, profetas o mesías. No, acracia no es un Estado, sino más bien un estado generoso del alma. Allí el único miedo que reina, es el miedo a toda forma de poder. Miedo absoluto a toda la monstruosa fauna toxica de los poderosos, que con su engatusador perfume, pervierten y contaminan todas las relaciones humanas. En Acracia la poesía se confunde con la utopía. En esa geografía imaginaria todas las celebraciones giran y se aglutinan alrededor de todas las artes, porque allí el acto creador es siempre un lugar de festejo y encuentro comunitario, una experiencia personal y colectiva, un ensayo irrepetible de vida compartida. En Acracia se sueña que el arte no será un lujo de unos pocos, sino una necesidad de muchos que quisieran fuera como un elixir que abonara su existencia, para que esta se convierta en una flor bella, creciendo a la par de los nuevos vientos que siempre trae la libertad. Pero eso no significa que sea condescendiente, ni que renuncie a su papel crítico y transgresor. Se sabe que la belleza en esencia exige rigor y también espíritu rebelde y contradictor. El arte y la libertad son hermanos inseparables, por eso decía el abuelo Barbas Vila: “Separar el arte de la libertad, es partir en dos el corazón de la belleza.”

En Acracia la paz es la gran utopía, ella resume lo más selecto de las grandes esperanzas humanas, aún a sabiendas que nada está exento de tener un talón de Aquiles o una naturaleza imperfecta. Ya advertía el incorregible aguafiestas e insomne Cioran: “Hay que estar siempre con los oprimidos, pero sin olvidar jamás que están hechos del mismo barro que los opresores.” Pero más allá de su lucida y sentenciosa advertencia, vivir es convivir y el gran reto de nuestra existencia es la convivencia. Por eso en Acracia la principal y más dura batalla ética, se libra contra uno mismo, contra el tiránico deseo de sumisión de los otros. Allí se presume que el habitante ácrata tiene como sabias virtudes, no mandar, ni mucho menos obedecer. Porque Acracia vive en función del viejo precepto de Antonio Machado que nos dice: “Nadie es más que nadie, porque por mucho que un hombre valga, nunca tendrá el valor más alto, que el de ser hombre”

A todo ser humano lo mueven ilusiones o conflictos, en Acracia no se hace caso omiso de eso y se hace hasta lo posible para hacer posible lo imposible y hacer que desaparezcan todas las causas que puedan torpedear y llegar a romper la armonía no autoritaria.

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