martes, 13 de mayo de 2014

Ahí están pintados, toditicos

El terrorismo de Estado en Colombia no puede explicarse por los descalabros sicóticos de algunos individuos. Es algo demasiado estructural, bien planificado, demasiado sistemático, extendido y persistente como para tener su explicación en las perversiones individuales de un grupo, más o menos numeroso, de ciudadanos sádicos. Aunque nos asombre la sevicia extrema a la que se recurre para torturar y masacrar a los que representen un peligro para la hegemonía de la clase dominante, que incluye todo un repertorio de la crueldad que alcanza el paroxismo en las Casas de Pique, el terrorismo de Estado y su hijo pródigo (el paramilitarismo), no son expresión de una demencia colectiva ni un acto de desquiciados, sino que expresión de una fría política burocrática. La mayoría de los millones de personas que participan en el engranaje del terrorismo de Estado no son sádicos por naturaleza, sino personas que “hacen su trabajo”, que cumplen funciones como apretar el botón (o jalar el gatillo), hacer llamadas, chuzar teléfonos, hacer denuncias, trasladar personas secuestradas (para que otros las desaparezcan), reclutar candidatos a “falsos positivos”, etc. Tareas de por sí limpias, que no salpican de sangre, en las cuales el individuo puede disociarse moralmente del resultado de sus acciones. “Yo no maté a nadie, no soy un asesino, seguí órdenes”. El terror es una industria tecnificada, moderna, prueba de la eficacia en la organización capitalista del trabajo en Colombia.

Aunque la mayoría de los individuos que viven de manufacturar el terror no tengan inclinaciones sicóticas, o las terminan desarrollando en el camino, o terminan con una disociación muy fuerte entre el ser y el hacer. Los paramilitares, cada cual con cientos de asesinatos de personas inermes a cuestas, afirmaban patéticamente en sus declaraciones que ellos, en realidad, “no eran monstruos”… que eran padres responsables, maridos amorosos, etc. Alienación pura y dura. Sin embargo, no deja de llamar la atención la capacidad que el Estado tiene para garantizarse los servicios y la lealtad de individuos francamente enfermos para animar la realización de tareas de corte terrorista. En realidad, los individuos con motivaciones sicóticas no serán todos, pero son el motor que mantiene a la maquinaria andando. No basta la inercia de los empleados obedientes, se requiere individuos fanáticos, entusiastas, en la industria del terror para activar la motosierra y picar al fiambre a machetazos. La estructura del Estado, así como sus múltiples tentáculos paralelos (el Estado profundo), es un caldo de cultivo para esta clase de personajes siniestros. En el terrorismo de Estado se juntan el hambre con las ganas de comer: la insensibilidad burocrática con la crueldad patológica[1].

El hacker Andrés Sepúlveda, empleado de la campaña de Zuluaga y socio del ejército, a quienes entregaba las interceptaciones del proceso de negociaciones en La Habana para que fueran utilizadas como parte de la propaganda negra de los guerreristas, es la mejor prueba de lo que decimos. Este “héroe” -como se describe el mismo, haciéndose eco de esa consigna que “los héroes sí existen”-, con simpatías por el nazi-fascismo y su expresión criolla, el uribismo, repite el mantra de la derecha de ultratumba que reclama que la lucha militar contra las FARC-EP también debe golpear a sus “cómplices que actúan en el campo y en las ciudades sin uniforme”[2]. Así han justificado el genocidio de la UP, de A Luchar, del Frente Popular y el holocausto paramilitar que ha consumido una generación completa de colombianos y desplazado a más de seis millones de campesinos. Las inclinaciones perversas de Sepúlveda tienen un sustento ideológico en esa amalgama de ideas fascistas, conservadoras y neoliberales que tienen su principal adalid en la figura de Uribe Vélez.

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